Saturday, April 29, 2006


Redescubriendo la soledad

La angustia del corazón quebradizo me lleva a la calle. El bullicio y la multitud me permiten esconderme del silencio brumoso que me carcome. Me avalanzo a las avenidas citadinas: 50 autos en cada semáforo, detenidos, ansiosos, violentos. 40 personas por cada cruce, abalanzándose sobre los autos para atravesar las calles en manadas sedientas y entorpercidas por el ruido y la contaminación.
Cae la tarde en una ciudad poblada de gestos absurdos y rostros grotescos. Me muevo torpemente entre la masa sudorosa, entre el miedo de la gente a ser atracada en cada esquina. Yo con las manos en los bolsillos, la mente en blanco y el corazón involuntariamente envuelto en una pena radiante, enorme, indisoluble.
Avanzo por la calle, guiada por la multitud, entro a un centro comercial de vitrinas brillantes, poblado de mercadería importada, o tal vez lo correcto sea decir de contrabando. Basura china con leyendas gringas, chanel con etiquetas de taiwan, fragancias empalagosas como para perfumar un funeral. Miro los esperpentos de plástico que lucen trapos de lentejuelas y poliester y me sobrecoge la fealdad, los lunares de carne de las dependientas, el olor a incieso barato, también de imitación, tanto que produciría naúseas hasta a buda.
Me sostengo del vértigo que me impide planear desde el décimo piso y caer espiraladamente sobre el techo del carrusel de la planta baja.
Intoxicada por la estética de la fealdad devuelvo mi espíritu al borde del asco a la calle.
Afuera, luces a medias, 60 carros por semáforo, 50 personas apuradas por cruzar a la siguiente esquina.
Continúo en pie hipnotizada por el tráfico y los empujones. Escucho a medias las conversaciones de la gente. Me intereso poco, me agoto rápidamente, empiezo a desvanecerme mientras busco algún refugio más apropiado.
Mi torpeza me desconcierta, solo atino a entrar a un supermercado, paseo la mirada por los letreros de cada sección, se me nubla la vista pero encuentro sin problema el atajo a la sección de licores.

Encuentro tu rostro en el de una botella de 'cointreau', y a pesar de que es un licor que me produce repugnancia no soy capaz de hacer ninguna relación mental que tenga el más mínimo sentido.
El silencio íntimo en contraste con la veritginosidad con la que se mueve todo a mi alrededor me confude, renuncio a los licores, es muy temprano, me conformo con una taza da café.
Consigo una mesa aislada, me retiro, me inundo de pensamientos oscuros, me duelen las plantas de los pies, me palpita la cabeza como su hubiera corrido una maratón con destino a la desgracia.
Frente a mi un hombre solo en una mesa, toma capuccino, café de damas. El hombre me mira, finge que escribe, o escribe y sin disimulo me mira, yo enciendo un cigarrillo y mi mirada encuentra a 300 metros una puerta de salida. El hombre me mira aún, sin ningún gesto en el rostro.

Me aburro, aflojo el botón de la blusa y el hombre me mira impávido. La puerta de salida sigue ofreciéndome mayor deleite que esas miradas tibias.
Llega una mujer lo sorprende por la espalda, él sonríe y la besa en los labios, ella se sienta frente a él; recorta con su melena insignificante la figura del hombre cuya mirada se diluye mientras contempla su rostro.
Me queda la puerta de salida, me pongo de pie, me alejo, empujo la puerta, hace ruido al abrirse pero nadie voltea. Vuelvo a la calle, es de noche. No hay mayor silencio que el de mi corázón que experimenta un ultimátum, se despostillan las aristas y antes de cerrar los ojos a la grieta que abre mi nostalgia evoco tu rostro pálido y sin ninguna esperanza.


P.