Monday, October 23, 2006

El cine iberoamericano y la soledad


Siete días de ver cine iberoamericano son suficientes para resaltar que los motivos más recurrentes en las películas representativas de este año son la soledad, la nostalgia y un silencio que resulta casi inquebrantable.
Esta cuarta edición del festival Cero Latitud ofrece a los espectadores una selección oficial de películas en competencia que han sido reconocidas en los certámenes más importantes del mundo. Entonces, la carta de presentación de la región iberoamericana es una soledad profunda que a veces se vive en el contexto de la política, otras en función de la migración y la mayoría debido a crisis íntimas, religiosas e incluso románticas. El más relevante de estos retratos es el que ofrece El custodio, gran favorita de la muestra. Julio Chávez interpreta a Rubén, el guardaespaldas de un ministro en la Argentina. Su mirada no denuncia conflictos pero su vida contemplativa siempre detrás de su protegido, de pie frente a la puerta, siempre en silencio causa un efecto de angustia honda y dolorosa. La uruguaya Alma Mater es una mirada al cruel aislamiento que genera la culpabilidad religiosa. Pamela la protagonista es una seguidora de un grupo adorador de las heridas de Cristo y padece la locura del fanatismo. Algo similar sucede en la cinta argentina Los suicidas, cuyo nombre dice bastante sobre del drama de la inadaptación. Daniel Hendler encarna a un periodista que investiga varios casos de suicidios ya que en la mayoría el motivo parece ser una condición incurable. Finalmente, incluso la comedia está acompañada por personajes y ciudades abandonadas como en la boliviana Lo más bonito y mis mejores años, en la que pese a contar lo mejor de la juventud, ‘lo bonito’ se contrasta con un personaje sombrío y pesimista. Con esta reflexión respecto a la temática del cine iberoamericano contemporáneo no se busca estigmatizarlo o segmentar su público, sino lo contrario, atraer las miradas sobre una evolución de esta cinematografía que profundiza en el individuo, deja la violencia social solo como un escenario de fondo y se concentra en la construcción de personajes más cercanos, cotidianos y sólidos.

Friday, October 13, 2006

Santa Lucía

Hace un año y medio dejé la gran metrópoli. Mis huesos crujían de dolor cada noche cuando me acostaba entre las sábanas tan frías que parecían estar húmedas. Lograba conciliar el sueño poco antes de que empiecen a rugir las bocinas de los buses escolares, las volquetas que llevaban ripio hacia el centro, los automóviles compactos de cien mil almas corroídas por una rutina de tráfico, impuntualidad y uno que otro accidente en la autopista. Me levantaba pasadas las nueve y arrastraba mis piernas hacia la cocina. Mi rodilla derecha pregonaba una de sus múltiples protestas por contusiones varias y era casi imposible doblarla. Esa mañana mientras miraba por la ventana a dos mujeres que escudriñaban meticulosamente en las fundas de basura supe que no ibas a volver, que la dieta de frutas deshidratadas no iba a mejorar en nada la circulación de mi sangre espesa, que ninguna otra noche iba a sentir calor y que sinceramente estaba harto de abrir todas las tardes el buzón y encontrar solo los papeles de caramelo con los que los hijos de la vecina le atiborraban.

Entonces decidí venir a Santa Lucía. Fue lo más lejos que pude llegar con este par de piernas lisiadas. Encontré una señal en la carretera en la que estaba pintada la santa y tenía en la mano derecha dos ojos en un cofre de vidrio. La ilustración era entre tenebrosa y colorida como todo lo que hay en este pueblo. Me instalé en el segundo piso de la casa de Carmen una veterana que vende rosarios a la salida de misa y desde ese día no he vuelto a la ciudad.
Santa Lucía es apenas un caserío en ruinas al que han abandonado hace un cuarto de siglo, la soledad de las calles de tierra es tan inminente que me consuela saber que mi soledad es apenas un poco de polvo comparada a la suya. Las paredes de piedra, de tierra, de ladrillos se desmoronan como si fueran terrones de azúcar descoloridos. Los paisanos cubiertos con mantillas esconden sus rostros en misa y desaparecen a la salida como fantasmas.
Todas las tardes me siento en la plaza y leo las páginas amarillentas de uno que otro periódico de 1980 que he podido rescatar del gallinero de Carmen. Le ayudo a desenredar los rosarios para los días de fiesta. A veces me ofrezco a ayudarle a hacer el pan de dulce que su nieto se lleva a vender en la provincia. Las noches son largas y ventosas. El silencio aúlla sin contemplaciones, golpea las ventanas y me golpea en el pecho como un acto de contricción demoledor.

Desde que llegué he intentado ahorcarme dos veces con las enormes cuentas de un rosario de madera que cuelga sobre mi cama, pero el cristo siempre me gana con su peso sólido y la balanza de mi vida insostenible le favorece a él.

No extraño la ciudad, tampoco extraño mi pierna derecha, amputada hace seis meses por un curandero de la provincia, ni mi buzón lleno de papeles de caramelo. Los días se ciernen en Santa Lucía como harina en un colador sin agujeros, mientras espero una aparición que me confirme que he muerto.