Sunday, November 26, 2006

Babyface y la moneda

Babyface me mira a las ojos con cara de desvalida. Le encanta hacer ese puchero con el que cree que todavía puede robar, indiscriminadamente, la atención de niños, ancianos y hombres en edad casadera. Pero a mi manera de ver, nunca estuvo demasiado convencida de ninguna cosa y ella lo sabía...¡Exactamente! Sabía que nunca tendría certezas por lo que desde hace meses llevaba siempre atada a la pulsera de cuero que usa a diario, una moneda - un sucre para ser más exactos – con la que decide todo aquello que puede ser trascendente. Había días, desde que quería ser vegetariana, en que paseaba por el mercado, desataba con la mano izquierda el lazo de la pulsera, tomaba la moneda, y empezaba a sacudirla en su puño cerrado como si fuera un dado. Y luego la arrojaba al suelo, – sistema particular, inventado por ella- se ponía de rodillas y analizaba la decisión de la moneda. Si se trataba del escudo de armas, el cóndor le decía que continúe comiendo carne, si era el Mariscal Antonio José de Sucre, sería cóndor lo que coma en la próxima semana.
Ahora me mira y sus ojos desvalidos empiezan a temblar a punto de las lágrimas. Babyface sacudía la moneda en su puño diminuto cuando yo entré sin golpear a su dormitorio. No estaba muy seguro de cuál había sido la pregunta que formuló, pero cuando abrí la puerta se asustó y la moneda cayó de sus manos al suelo. El puchero se intensificaba y se hacía más patético, mientras se arrodillaba en el piso de madera, para confirmar que la moneda había caído por un hueco. Ambos escuchamos el golpecito, el tintineo al caer, pero sabíamos que sería imposible conocer la decisión de la moneda. Y detrás de Babyface colgaba del techo un nudo infantil, y a su derecha sobre la mesa de noche, la felicidad.


P.

Idea cortesía de C. Rendón, babyface

Thursday, November 23, 2006

Discretos fetiches romanos

Empiezo el día con Atalaya tocando a mi puerta. A través del cristal manchado con las huellas de algún niño que tenía las manos sucias de caramelos veo como se acercan dos mujeres con atuendos absurdos de campiranas en la mitad de la polución. Vestidos de flores, largos hasta las pantorrillas con botones desde el cuello camisero que bajan hasta las rodillas y luego una costura floreada también. Presiento el motivo de su visita y me siento tentada a no atender la puerta, pero lógicamente me ven recostada en una silla por los huecos transparentes que dejaron las manchas de caramelo y tengo que entreabrirles para comprobar que además emanan un olor floral, agua de colonia de a cuatro centavos el cm cúbico. Quien se acerca es un mujer pequeña, debe llegarme al cuello y me inyecta vampiresca su mirada de temor a cristo en la yugular. La otra se queda prudentemente a cinco pasos de la mujer vampiro, sostiene las dos sombrillas – campiranas – y vigila por si hay perros, hombres con escopetas, bandidos con un costal a la mano para secuestrarlas, por qué claro, eso ha sucedido antes a otras hermanas de la comunidad mientras compartían – bendito sea- la palabra del señor.

- Le he traído un mensaje muy importante

- Sí, de que se trata

Pregunto con un cinismo que empieza a dibujarse en mi rostro como esas sonrisas de mal gusto que tienen los que le dan una mala noticia a un desconocido.

- Permítame mostrarle

Saca de una carpeta enorme una de esas revistas... Atalaya. No le permito que se acerque más y prácticamente tiene la portada luminosa de un cristo en ascensión a los cielos en mi cara.

- Disculpe no es de mi interés

- El mensaje de dios es del interés de todas las personas

- No de esta persona en realidad

- Al menos permítame...

- No señora, no gracias

- Asegúrese de leer la Biblia al menos

Sus últimas palabras, mientras guardaba la revista de vuelta en la carpeta y empezaba a voltearse para reemprender su caminata por la campiña del señor, me hizo recordar mi profundo fetichismo religioso de antaño.

- Espere por favor le digo

Parecería que sonríe y que cuando lo hace tienden a ponerse un poca bizca. Dejo la puerta abierta, busco detrás del escritorio en un cajón mi cartera. Estoy segura que de otros tiempos me debe quedar el gesto, casi imploro que me haya quedado en algún resquicio el arma adecuada. Busco en la billetera, detrás de las tarjetas de crédito - la fe verdadera - una estampa de José María Escrivá de Balaguer, reliquia moderna para matar vampiros. Lo tengo!

Sostengo la puerta otra vez, la abro lo suficiente como para dejar pasar al santo del Opus Dei con su enorme aura recién estrenada en el Vaticano.

- Disculpe la demora, yo también quiero compartirle un mensaje.

Le extiendo la mano con el puño casi cerrado para que no vea de que se trata y le pongo en las manos el antídoto.
Me alejo un poco de la puerta para ver su reacción. Voltea la estampa como si fuera el naipe con el que va a ganar una partida de black jack y contiene el aliento. Mira de frente la cara santificada de ese hombre y frunce el entrecejo. Aprieta la mano casi con furia, pero aún con educación campirana. Me mira con sus inyecciones vampirescas clavadas en la yugular y solo atina a decir mientras se acomoda el sobrero de paja irritada

- Qué tenga un buen día, y no se olvide que siempre es bueno leer la Biblia... al menos.




P.