Monday, June 30, 2008

Ficciones para perder concursos

Mi maestro de las letras Ángel Grau siempre nos decía que los concursos literarios son una mierda, pero a la vez nos invitaba siempre a participar en ellos, a escribir cuentos y enviarlos a concursar. Él pensaba que eran, después de todo, una especie de medidor para saber que escribe otra gente, (la gente que gana al menos, porque de los que pierden, sus sobres anónimos deben ser quemados o reciclados.)

Hace poco y creo que por primera vez me decidí a escribir para un concurso de cuento. El ejercicio de escritura no es el mismo de siempre porque uno no puede evitar pensar en el premio, en el jurado, en quién lo leerá y si ciertos ingredientes pueden hacer de la prosa una prosa vencedora.

Después del primer cuento me di cuenta que estaba muy involucrada a nivel personal y que eso no podía ser bueno. Después de la segunda, me di cuenta que el sarcasmo extremo y la fantasía sacrílega tampoco eran fórmulas ganadoras.

Al menos me divertí pensando que aunque pierda iba a haber algún miembro del jurado conservador indignado con mi trabajo y otros que les debió parecer una basura cursi.

Al fin, no supe nunca quién ganó...concurso de élite que ni siquiera hace anuncios públicos, ni siquiera se dan el gusto de decirte perdedor.

Yo en mi estado de ánimo macabro de fin de mes me declaro oficialmente perdedora literaria y publico mi mal gusto en prosa en el único posible lugar publicable...este blog.

A continuación les regalo dos cuentos perdedores: 'Cristo, mi mujer y el azar' e 'Insomnio traidor' dos inclasificables del mal submundo de las letras.

P.

Cristo, mi mujer y el azar

Al parecer él siempre estaba preparado para negociaciones de este tipo porque, sin decir gran cosa, de repente armó un escenario de juego. Nos habíamos citado en un bar de mala muerte, que era más bien una despensa de barrio, en la que la dueña había instalado un par de mesas para servir cervezas a los estudiantes del sector. Cuando yo llegué él miraba las opciones de una rocola moderna y luminosa mientras tomaba lentamente una Coca cola. Me acerqué y le dije: “La bendición Señor”. No era mi intención faltarle al respeto, pero no pude evitar el tono de burla. Él lo notó y me miró con extrañeza y algo de desprecio. Me estrechó la mano y me dijo: “Dime Jesús, hijo”.

Nos sentamos en dos taburetes de plástico, la tendera se acercó parsimoniosa a la mesa mientras con la mano derecha se pellizcaba entre las nalgas acomodándose la ropa interior: “¿Qué les sirvo?” “A mí una cerveza”, le dije… “¿Y al Señor?”... “Otra Coca cola”.
Mientras esperábamos las bebidas en silencio me deslumbró con la escenografía del juego. Sacó un tablero forrado con paño verde brillante que ocupaba toda la mesa. Una vez con el tablero armado, Jesús me dijo: “Espero que entiendas que generalmente no pierdo y que en realidad, no es común que haga esto, pero el alma que jugaremos vale la pena no sólo la partida, sino el valor de las Coca colas, unas cuantas canciones en la rocola y la gloria eterna”. Permanecí en silencio.
No esperaba escuchar algo así de un hombre en camiseta blanca, repleto de llagas y que mientras lo decía sacaba de su bolsa una corona de espinas y se la colocaba en la cabeza.

El asunto era complicado: Íbamos a jugarnos a la mujer que yo amaba. Única mujer escéptica que quedaba en el mundo, dueña de una inteligencia privilegiada, un cuerpo agraciado por la lujuria, pero lastimosamente había caído en desgracia. Yo la había traicionado y ella había amenazado con buscar consuelo, venganza y redención convirtiéndose al Cristianismo. Cuando empezó a ir los sábados al culto pensé que se burlaba de mí. Pero luego su vocabulario empezó a cambiar, su actitud era pasiva, su libido había abandonado el hogar y un día me dijo: “Me voy a un concierto”. Yo la seguí en secreto y la vi llorar de devoción con una versión rock balada de ‘Cristo vive en mí aleluya’. Fue cuando asumí que la había perdido.
Me costó mucho trabajo conseguir la cita con Jesús, pero estaba convencido de que la amaba y no la iba a perder de ese modo tan indigno y vanguardista. Entonces, aunque yo ya llevaba las de perder luego de las lágrimas en el concierto de rock, decidí jugármela. Si ganaba, le entregaría al Señor a mi madre, comunista recalcitrante. Él siempre la había querido para él, yo en cambio estaba listo para perderla.

El juego de las almas perdidas en el Cristianismo era sencillo, tal como el monopolio, pero se jugaban recuerdos, momentos en la vida de la persona en cuestión sobre los que cada jugador sabía más. El ganador sería el que acumule la mayor cantidad de propiedades emocionales.
En las categorías infancia y adolescencia perdí sin contemplaciones. Dos propiedades contra millones. Yo no tenía idea de su pasado oculto, de los sábados de catecismo, de las piedritas en los zapatos, del llanto arrepentido luego de cada beso con lengua. Cuando llegamos a la curva de la universidad Jesús se terminaba su tercera Coca Cola y su camiseta blanca tenía grandes manchas de humedad. Había empezado a perder gracias a la marihuana, un profesor de filosofía, una iniciación sexual radical y grupal, y mi aparición rotunda en su vida. Jesús se molestó con ella y giraba la ruleta con fastidio. Hasta que encontró su talón de Aquiles: mi infidelidad. Maldije la hora en la que conocí a esa artista conceptual con la que me acostaba por esos días. Yo pensaba que ella no se había enterado. Llevábamos la vida como siempre. Ahora entiendo todo. Cuando yo iba a ver a mi amante, ella iba al culto. Entonces Jesús asestó uno a uno todos los golpes, se llevó todas las emociones y yo me quedé con un par de trapos sucios de otra época en la que ella aún me amaba.

-Parece que todo está claro ahora, ¿verdad hijo?
-Pero si ésta es la única mujer buena señor, no deberías hacerme esto.
-Yo opino igual hijo, por eso creo tú y tu madre deberían unírsenos y eso pondría fin a tu dolor y soledad.
- Aunque deba empezar a acostarme con mi madre muy pronto, no Jesús gracias. No es una opción. ´

Retiró el tablero, se secó el sudor, se quitó la corona de espinas, nos estrechamos las manos. Él salió primero, mirando a un lado y otro de la calle antes de cruzar. Yo me quedé a tomar otra cerveza y confirmar que la rocola solo tenía música cristiana.

Insomnio traidor

Abro los ojos y exhalo profundamente. Por la ventana a medio cerrar entra una corriente de aire frío acompañada del ruido de la calle húmeda, de los charcos de lluvia salpicados con los restos de la llovizna. El dormitorio está apenas iluminado por la poca luz de la calle que atraviesa las cortinas anaranjadas y amarillas, una sábana de circo parchada a conveniencia para efectos de iluminación. Mi piel pálida bajo el efecto amarillento tiene un tono más cálido y tu espalda morena brilla bajo la luz naranja.

Tu respiración se entrecorta con silbidos agudos. Algún día tendrás que romperte la nariz a ver si así dejas que te coloquen el tabique en el lugar correcto. Me desperezo lentamente, me apoyo sobre el hombro para separarme un poco de tu cuerpo y en silencio te miro dormir, única actividad del día en la que no hay confrontaciones. Tu ojo izquierdo me mira sin querer, tus párpados no se cierran del todo mientas duermes. Debe ser tu modo de vigilar, de demostrar desconfianza continua.

Me siento contra la pared fría y recorro tu brazo descubierto con los dedos del pie. Es extraño cómo a tu lado el sueño resulta tan poco conciliador y detesto admitir que la filosofía de mi madre era verdad: “Hombre con el que no se puede dormir, no se puede vivir”. Aunque al principio, lo que menos me interesaba de estar a tu lado era el sueño. Lo único que deseaba era mantener vivo el ritmo extasiante de tu cuerpo, la velocidad de tu pensamiento, la intensidad con la que destruías el mundo en pocas palabras.
Te rozo con los dedos de mi pie y tu respiración cambia ligeramente, se suaviza un instante para dar paso a un resoplido feroz.

Cómo quisiera empujarte con el pie, ocupar toda la cama para estirarme, doblar las rodillas, acomodar el brazo debajo de la almohada y una vez cómoda mirarte a los ojos y decirte: “Voy a dejarte” “Esta vida es un infierno”.

El frío de la madrugada se intensifica, el dormitorio casi en penumbra y tu naturaleza muerta, pero ruidosa, mantiene intacta su postura. Tengo la espalda gélida y las piernas acalambradas. No puedo vivir así. Todo lo que quisiera es dormir. En realidad, lo que quiero es irme, dejarte. Estiro un poco la cobija para cubrirte la espalda y de repente giras hacia mí, murmuras algo, te rechinan los dientes, pateas las sábanas y tu brazo enorme cae pesadamente sobre mi regazo. Sigues dormido.

Una luz tenue anuncia el amanecer, el fin de otra noche sin sueño. Tengo la cabeza pesada, el insomnio es como una niebla espesa que dificulta la concreción de las ideas. Sin embargo, encuentro en el camino las pisadas ajenas que me devuelven a la realidad. La claridad me enfrenta a tu espalda descubierta y a las mal disimuladas pisadas ajenas. Nunca tuve las uñas largas, por eso me quedo en silencio cuando me responsabilizas de los arañazos que decoran tu naturaleza muerta, muerta para mí, pero cuyo cadáver continúa durmiendo a mi lado y vigilándome con los ojos a medio abrir.

Aunque al principio, lo que menos me interesaba de estar a tu lado era el sueño, ahora preferiría cualquier pesadilla mediocre a este insomnio incómodo, intermitente y plagado de confesiones: las de tu cuerpo dormido poseído por huellas ajenas.
Ahora, cuando todo lo que quisiera es dormir, dormir para alejarme de tu espalda arañada, de la traición que duerme en mi lugar, de la intensidad con la que me destruyes en pocas palabras. Ahora que quisiera soñar, ahora que estoy dispuesta a dejarte, ahora como todas las noches cuando empiezo a tener el valor de empujarte de la cama con el pie…ahora, amanece.