Friday, November 28, 2008

La más útil de lo inútil

Soy perfectamente capaz de ocuparme de todas las cosas prácticas de la vida y absolutamente incapaz de encontrar una palabra para iniciar una frase, para continuar con un párrafo, que narre un evento por mínimo que sea.

Soy la persona más útil para encargarse de todo lo inútil…alguien debe hacerlo, pero finalmente quién diría que esa persona iba a ser yo.

Amanezco con la palabra en la punta de la lengua y a medida que avanza el día esa infame palabra de cuatro o cinco letras, esdrújula, importante, amenazadora, palabra que será sucedida por obras de arte, por sentencias poderosas, por ideas que resucitan a los muertos y sacuden a sus viudas, y organizan funerales elegantes para incrédulos…nada de eso sucede.

Me levanto con la palabra clavada entre los dedos y mientras me desperezo empieza a perder su gracia. Me arrastro con dificultad hasta la ducha, repto por las cortinas color salmón y con el primer chorro de agua directo en la cabeza, la palabra se ahoga y se va por el sifón.

Es un día nuevo. Otro montón de cosas inútiles que alguien debe hacer. No hay alguien más, soy yo. Una vez muertas las palabras el día empieza con regularidad.
Café con leche e inicia la lucha con la desagradable luz del día, con las motas de polvo y pelos que se acumulan en todas las esquinas, con las telarañas de los vértices más altos entre pared y techo. Las migas de pan (pena) y las manchas de jugo seco, dulce y pegajoso en el mantel de flores.

Existen escobas, insecticidas, sal para babosas, paños ultra absorbentes, guantes de plástico, miles de herramientas para combatir a las palabras escurridizas, a las versiones estéticas de una vida improductiva y llena de pensamientos sin la utilidad correcta.

La vida práctica hogareña se cierra con dos candados y tres vueltas de llave que me expulsan a la calle.

La calle es el caos: los redondeles, los limpiaparabrisas, el maquillaje inacabado, los pasos zebra, los letreros con faltas de ortografía. Alguien debe hacerlo…romper la calle y hacer una nueva, derrumbar los redondeles, apuntar con un arma a los dueños de los semáforos, inventar un maquillaje listo para usar, acabar con los peatones ciegos y conseguir un marcador enorme y rojo para corregir todas las palabras del mundo útil. Alguien debe hacerlo.

Yo soy alguien perfectamente capaz de destruir el mundo, de matar arañas, recoger los pelos que tapan el caño, preparar fideos de 3 minutos, en 5 para que parezcan comida, frenar a raya para no matar idiotas que cruzan cuando el semáforo está en verde. Puedo negociar con los vendedores o ignorarlos sin miedo, muriendo de miedo. Puedo incluso imaginar que tengo suficiente fuerza para tomar un pico y arrancarles pedazos a los redondeles.

Pero no puedo escribir ni una sola palabra, no puedo pensar siquiera una palabra que salga con vida, que sobreviva a la practicidad de los días, que me alivie de la angustia de esta intrascendencia tan operativa.

Padezco de anorexia mental, de anemia estética, de abulia consagrada a los hábitos ordinarios, a las banalidades, a un secreto deseo de transgredir la disciplina artística desde la tina de baño donde restriego azulejos con productos abrasivos.

Soy incapaz de una palabra, soy incapaz de talento, pero nadie me gana en la memorización del calendario para sacar la basura o el reconocimiento de la densidad exacta del cepillo de una escoba para cada tipo de piso.

Y nadie me gana en esta farsa dolorosa y mortificante de ser la persona útil sin alma, ni nada que decir.

P.

Thursday, November 20, 2008

Fin de la edad del burro

Cómo un año chino o como la preadolescencia, cómo una era en la que plutón ya no es considerado un planeta, cómo los horrorosos años de colegio… los días del ‘burro’ llegan a su fin.

Vuelvo a mi vida después de un viaje largo y tortuoso, llego a mi casa para abrir las ventanas, sacudir el polvo, sacar los cadáveres de debajo de la cama y ponerlos en la basura junto con mi última caja de decepción caducada hace meses.

Las historias que viajan en la maleta de los últimos años son una especie de botín robado en un mercado de pulgas y entre los trapos se esconde una que otra escena de valor que rescato con cuidado, separo y archivo, mientras lo demás se quema o se ahoga dependiendo de su capacidad inflamable.

Todo lo que pudo ser…no fue…afortunadamente.

En el viaje, mientras sentía que ascendía por carreteras infinitas que iban al cielo, pero seguía llegando inevitablemente siempre a los mismos infiernos, me encontraba en el camino con un burro: un burro solitario, despeinado, parado en la mitad de la vía entre la nada y el barranco. El burro que no ve, demasiado pelo tapándole los ojos. El burro que no oye, demasiadas motas viejas, nunca trasquiladas, haciéndose un nido de silencios en sus orejas puntiagudas. El burro que no siente, no respira, no se mueve cuando me acerco de frente y a una distancia imprudente entre él, el abismo y yo, me atrevo a tomarle la fotografía más frívola de la historia animal para poder llevarme del páramo la escena más parecida a mis escenas internas.

El burro me acompañó en el viaje más triste e inútil. En los días del burro todo fue rebuznar y ahogarse. En la edad del burro todo fue equivocarse con saña y afán de convertirse en mártir.

Llegar a casa, dejar que el burro regrese a la suya. Llegar y retirarse con mucho cuidado las dagas del martirio una por una y dejar que las heridas se ventilen.

Todo lo que nunca pensé que podía ser…Es…quién diría.

El fin del viaje, la hoguera hecha de equipaje y cadáveres, el regreso del burro a su hábitat natural me hacen sentir que de no haber confundido tanto los caminos durante el viaje, nunca hubiera sabido cómo llegar a casa…y ya he llegado.