Monday, June 30, 2008

Cristo, mi mujer y el azar

Al parecer él siempre estaba preparado para negociaciones de este tipo porque, sin decir gran cosa, de repente armó un escenario de juego. Nos habíamos citado en un bar de mala muerte, que era más bien una despensa de barrio, en la que la dueña había instalado un par de mesas para servir cervezas a los estudiantes del sector. Cuando yo llegué él miraba las opciones de una rocola moderna y luminosa mientras tomaba lentamente una Coca cola. Me acerqué y le dije: “La bendición Señor”. No era mi intención faltarle al respeto, pero no pude evitar el tono de burla. Él lo notó y me miró con extrañeza y algo de desprecio. Me estrechó la mano y me dijo: “Dime Jesús, hijo”.

Nos sentamos en dos taburetes de plástico, la tendera se acercó parsimoniosa a la mesa mientras con la mano derecha se pellizcaba entre las nalgas acomodándose la ropa interior: “¿Qué les sirvo?” “A mí una cerveza”, le dije… “¿Y al Señor?”... “Otra Coca cola”.
Mientras esperábamos las bebidas en silencio me deslumbró con la escenografía del juego. Sacó un tablero forrado con paño verde brillante que ocupaba toda la mesa. Una vez con el tablero armado, Jesús me dijo: “Espero que entiendas que generalmente no pierdo y que en realidad, no es común que haga esto, pero el alma que jugaremos vale la pena no sólo la partida, sino el valor de las Coca colas, unas cuantas canciones en la rocola y la gloria eterna”. Permanecí en silencio.
No esperaba escuchar algo así de un hombre en camiseta blanca, repleto de llagas y que mientras lo decía sacaba de su bolsa una corona de espinas y se la colocaba en la cabeza.

El asunto era complicado: Íbamos a jugarnos a la mujer que yo amaba. Única mujer escéptica que quedaba en el mundo, dueña de una inteligencia privilegiada, un cuerpo agraciado por la lujuria, pero lastimosamente había caído en desgracia. Yo la había traicionado y ella había amenazado con buscar consuelo, venganza y redención convirtiéndose al Cristianismo. Cuando empezó a ir los sábados al culto pensé que se burlaba de mí. Pero luego su vocabulario empezó a cambiar, su actitud era pasiva, su libido había abandonado el hogar y un día me dijo: “Me voy a un concierto”. Yo la seguí en secreto y la vi llorar de devoción con una versión rock balada de ‘Cristo vive en mí aleluya’. Fue cuando asumí que la había perdido.
Me costó mucho trabajo conseguir la cita con Jesús, pero estaba convencido de que la amaba y no la iba a perder de ese modo tan indigno y vanguardista. Entonces, aunque yo ya llevaba las de perder luego de las lágrimas en el concierto de rock, decidí jugármela. Si ganaba, le entregaría al Señor a mi madre, comunista recalcitrante. Él siempre la había querido para él, yo en cambio estaba listo para perderla.

El juego de las almas perdidas en el Cristianismo era sencillo, tal como el monopolio, pero se jugaban recuerdos, momentos en la vida de la persona en cuestión sobre los que cada jugador sabía más. El ganador sería el que acumule la mayor cantidad de propiedades emocionales.
En las categorías infancia y adolescencia perdí sin contemplaciones. Dos propiedades contra millones. Yo no tenía idea de su pasado oculto, de los sábados de catecismo, de las piedritas en los zapatos, del llanto arrepentido luego de cada beso con lengua. Cuando llegamos a la curva de la universidad Jesús se terminaba su tercera Coca Cola y su camiseta blanca tenía grandes manchas de humedad. Había empezado a perder gracias a la marihuana, un profesor de filosofía, una iniciación sexual radical y grupal, y mi aparición rotunda en su vida. Jesús se molestó con ella y giraba la ruleta con fastidio. Hasta que encontró su talón de Aquiles: mi infidelidad. Maldije la hora en la que conocí a esa artista conceptual con la que me acostaba por esos días. Yo pensaba que ella no se había enterado. Llevábamos la vida como siempre. Ahora entiendo todo. Cuando yo iba a ver a mi amante, ella iba al culto. Entonces Jesús asestó uno a uno todos los golpes, se llevó todas las emociones y yo me quedé con un par de trapos sucios de otra época en la que ella aún me amaba.

-Parece que todo está claro ahora, ¿verdad hijo?
-Pero si ésta es la única mujer buena señor, no deberías hacerme esto.
-Yo opino igual hijo, por eso creo tú y tu madre deberían unírsenos y eso pondría fin a tu dolor y soledad.
- Aunque deba empezar a acostarme con mi madre muy pronto, no Jesús gracias. No es una opción. ´

Retiró el tablero, se secó el sudor, se quitó la corona de espinas, nos estrechamos las manos. Él salió primero, mirando a un lado y otro de la calle antes de cruzar. Yo me quedé a tomar otra cerveza y confirmar que la rocola solo tenía música cristiana.

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