Thursday, January 17, 2008

La Exposición

Durante tres meses me sometí a la fotografía como un modo terapéutico para olvidar los politraumas del periodismo. Hay destrezas con las que se nace y pienso que hay otras que uno puede desarrollar. No tengo intención de resultar una autocrítica autocompasiva, pero sospecho que más allá del gusto normal que puede tener una persona por las imágenes, hay que saberlo sentir...
Pienso que falta aún para que eso se vea consolidado en cada imagen que he hecho por ahora, pero hay algunas que dicen todo de mi, de lo que he sido capaz en este tiempo, de lo que me ha costado y de un crecimiento en el que deseo sostenerme.

Estas cinco fotos a continuación son las que se exhiben en la Alianza Francesa como el fin del curso. Son las que elegí con ayuda de mis compañeros, buenos panas de estos días extraños...

P.

La Exposición

Alambre de púas en la piscina vacía de Sangolquí...es la foto que más me gusta, es el día para hacer fotos que más he disfrutado hasta hoy -aunque hay muchos otros días-.
Para mi sigue siendo una metáfora de amor, del amor duro y complicado... y aunque la imagen que proyecto con mayor seguridad es la de una persona cínica a la que los sentimientos le causan risa (y por eso la foto es toda una contradicción y una ironía), una de las únicas cosas en las que creo y en la que tengo fe es en el amor.
Barreras de púas... lo peor que hacen es dejar marcas, pero para llegar a donde estuve ese día, para hacer la foto me planté sobre los alambres, pisé las púas y pasé del otro lado...Con las barreras que pone el amor, con las incógnitas y el miedo puedo hacer lo mismo y seguir con la fe intacta...

Por el Arte y sus ausencias...un silencio en el que creo y espero.

P.

La Exposición


Saltando en el Centro Cultural Metropolitano

La Exposición

Niña bailarina de la Mama Cuchara

La Exposición

Autoretrato

La Exposición

La primera foto...Chicos en el Quinche

Tuesday, January 15, 2008

De vuelta...

"No es bueno acostumbrarse a lecturas políticamente correctas", me dijo Patricia una buena amiga prácticamente epistolar, que se ofreció a leer este y otro texto un poco agresivos, bastante misántropos y fruto de una migraña reprimida y galopante.

Odio escribir. Adoro escribir. Temo mucho a la escritura. Me he sentado casi 24 horas mientras esperaba una llamada, una señal...algo que no sucedía; pero mientras insistí en obligarme a escribir...algo, lo que sea. Esto a continuación..."es lo que sea"...

Estoy cansada, adolorida...me siento medianamente miserable...me aplastan las palabras...

Eso

Sunday, January 13, 2008

Elmecherobunsen.com

Santiago Rosero me pidió que escriba un texto para el sitio web colectivo elmecherobunsen.com. El tema era Femme Fatale. No pude hacerlo con exactitud, pero digamos que mi humor lo bordeo con este texto extraño que adjunto a continuación...


Mujer fatal en cuenta regresiva

No he dicho la última palabra sobre las mujeres, creo que cuando una mujer logra sustraerse a la masa, es decir, sobresalirse por encima de ella, es capaz de engrandecerse ilimitadamente y más que los propios hombres

Arthur Schopenhauer


Abro los ojos con dificultad. Mi cuerpo caliente envuelto en una manta ocupa un costado mínimo de la cama. Me cuesta aclarar mis pensamientos, siento la cabeza pesada, la boca seca, las piernas entumidas. Descubro lentamente a la luz escasa de las 6 de la mañana la posición en la que me encuentro. Estiro el brazo y tanteo sobre el velador mis lentes. Me los pongo y empiezo a asociar las imágenes regadas en mi dormitorio con el dolor de cabeza: una botella de vodka a medias, un cenicero repleto de colillas, papel higiénico regado por la alfombra y debajo un sobre de color café con los resultados.

Me cuesta bajarme de la cama, me acerco lentamente al espejo y confirmo mi aspecto patético, mis ojeras dibujadas con el maquillaje corrido, los párpados violetas e hinchados de tanto llorar. No hay nadie. Estoy sola en la casa y sola en el mundo según dicta el vacío que tengo en el estómago.
Me dirijo a la cocina y preparo café. Recuerdo mejor el cuadro de la noche anterior, de los años anteriores, de mi vida con la velocidad de las ráfagas de nausea con sabor a vodka.

Tomo el café y agua con limón para que los próximos ataques de vómito sepan a cítrico y cafeína. Viejos trucos aprendidos de viejos hombres que solo conocí en libros.
Recojo el desorden, abro las ventanas y me encuentro una vez más con el sobre entre las manos. Lo abro y ahí está el útero vacío, endurecido, fibroso y en vías de extinción. En realidad, lo que veo es una mancha cavernosa, un túnel oscuro, un hueco solitario, una señal que se parece a las de los test sicológicos que jamás resolveré con creatividad. El diagnóstico reza una literatura técnica incomprensible, pero hay algo claro: tengo menos de un año para lograr un embarazo antes de que las fibras de mi útero se solidifiquen para siempre. Y decir un año es ser optimista.

En 35 años el único pensamiento que había alejado de mi mente era la maternidad. En mi vida intelectual profunda y deprimente no había lugar para úteros fibrosos solo para estudios de género, inventos románticos sobre misoginia y elegantes panfletos contra la dominación de la vagina en beneficio de la continuación de las especies. Que se acabe el mundo que las mujeres no pariremos más hombres, que se acabe el mundo, que el amor no existe, que el sexo es una masa informe de derroches pasionales sin fin, ni finalidad.

Una vida destinada a atacar las relaciones edípicas de cientos de caballeros que desfilaron triste y anónimamente por mi vida. Estudios críticos, técnicos y literarios que justificaban el pánico al compromiso con el miedo a la mujer vampiro, a la vagina dentada que se come a los hombres, que acaba con su virilidad, con la voluntad y el espíritu. Las mujeres de mi construcción literaria fueron los monstruos míticos, las medusas, las brujas que hechizaron a Ulises, las bacantes bailando desnudas en trance y adorándose entre ellas, las hechiceras quemadas en la inquisición, la Celestina, Salomé, Clodia, Mata Hari, Mae West y luego en mi tiempo libre y privado fabrique altares a la mujer moderna que podía ser perfectamente Carolina Herrera, Carry Bradshaw o Margaret Thatcher.

Todo sea por la noble causa de contradecir a Platón, abofetear a Schopenhauer y decirle a mi padre que las mujeres no somos el adorno social más políticamente correcto.

Deambulando por la vida con semejante filosofía hay que ser necesariamente una mujer liberal para no contradecir el estereotipo. Tenerlo todo, pero nunca dar nada a cambio. El amor es una trampa en la que nunca caí, aunque muchos cayeron por mi y experimentaron corazones exprimidos y maltratados de forma irreversible.

Ahora, con este sobre en las manos, sin nadie para amar y con una sensación de vértigo trágica entiendo que todo lo que quisiera es tener un hijo...claro, que espero que no sea varón, pero...en fin.

Me miro en el espejo, me termino el café y decido: seré madre a como de lugar aunque aquella empresa traicione mi manoseado credo. Me convertiré en una mujer fatal de vestido ceñido, zapatos de taco, risa moderada y conversación atractiva. Mediré mi temperatura, antes de salir de la casa, olvidaré arbitrariamente los preservativos, no tomaré ningún trago para no arruinar la concepción.

Dibujo el cuadro en mi mente, abriéndome paso entre mis antiguos colegas, para buscar a algún recién graduado, fuerte, con esperma sana y no contaminada aún por la disquisición intelectual mezclada con alcohol. Caminaré hacia él y le soltaré alguna frase de mi repertorio shakesperiano, mientras inclino mis hombros blancos y delicados sobre los suyos, en un ademán de apareamiento. Empieza a interesarse, pero me reconoce: Usted no es la que escribió.... Sí, sí amor, pero eso fue hace mucho. Se enfría. Me tomo la molestia de buscarle un trago, de invitarle a bailar, aprovecho para sugerirle el camino hacia mis caderas, portadoras del útero en vías de extinción. Me dice que irá al baño. Conozco de memoria esa excusa, así que le sigo y le espero en la puerta para que no se largue con sus espermatozoides a donde no pueda alcanzarlos.

La noche es larga, yo insisto en besarle el cuello y acercarme cálidamente a su lado. Hasta que finalmente se anima: A tu casa, pregunta. Claro amor, a mi casa en la tuya están tus padres. Era un chiste, él lo toma mal. Tranquilo, es solo una broma. Hacemos el camino en silencio. Llegamos y mientras poso de mujer semidesnuda el joven alucina con mi colección de libros. Hora del chantaje emocional: Te gusta alguno... Todos, responde. Elige uno, el que quieras, insisto. Es inteligente el padre de mi hija, escoge El libro del desasosiego de Pessoa, una edición única que traje de Portugal. Solo sonrío y le digo: Buena elección, mientras le llevo hacia la cama. Sucede. Se viste, me agradece, se larga sin desayunar, se ha robado más libros, lo sé lo vi mientras iba al baño. Quedan algunos días para saber si estoy embarazada sucederá lo sé.

El cuadro que he pintado es claro y verosímil en mi mente mientras sigo sentada en el filo de la cama con el sobre de los resultados en las manos, nadie a quien llamar, un año de plazo y un útero de hule que se retuerce en mis entrañas mientras desea que todo hubiera sido distinto.

Agostos sin amor

Mi capacidad de tolerar insectos tiene una relación directa y estrecha con la infancia y la adolescencia. Cuando mi madre se divorció, como una de la primeras mujeres del tercer mundo en aparecer como una completa desfachatada, yo tenía la obligación legal de pasar tiempo con su ex marido, mi padre.

Salía de vacaciones con él una vez al año en agosto. Casi siempre me llevaba a la playa. Se aburría conmigo, no tenía nada de qué hablar con una niña de 5 años y yo no hacía ningún esfuerzo. Me aburría con él. Nuestras obligaciones legales eran mutuas.

Alquilaba un departamento y contrataba alguien para que limpie mi desorden y nos prepare la comida al medio día. Salíamos a la playa, olvidaba siempre untarme bloqueador, nunca llevaba ningún juguete y no me permitía moverme más de dos metros de donde él se había instalado con dos periódicos. Sin parasol, sin remojarse en el agua, sin baldes, sin palas, sin palabras... Cada agosto en la playa era un infierno.

A los diez años, ya experta en odiar los viajes con mi padre, al menos había aprendido a leer. Mi madre preparaba la maleta e incluía Mujercitas, El Principito, El príncipe y el mendigo y Corazón. Con los labios partidos y la piel curtida me sentaba a su lado. Él con el periódico y yo atorándome literatura juvenil seudo romántica, sin el menor interés sino de lograr que pase el tiempo lo más rápido posible.

Ese año las vacaciones dieron un giro. A él se le ocurrió que sería buena idea pasear y me llevó a una gruta de murciélagos. Mi fobia como la de cualquier ser humano a un bicho tan poco agradable, se manifestó con una reacción violenta. Jamás me hubiera atrevido a decirle que no. Entonces entramos a la cueva. Oí el chillido de los animales, sentí su aleteo pasar sobre mi cabeza, los zumbidos tan cerca de mi, esa presencia maligna de las ratas voladoras que solo había visto en televisión. Vampiros me chuparán la sangre, me dejarán pálida y seca, pensé. Atravesamos la caverna mientras me orinaba. Cuando salimos al otro lado del túnel él tenía la cara iluminada. Sonreía incluso cuando notó la humedad en mi pantalón. Yo le miraba con asombro, con odio, con los ojos inyectados:

- Te gustó?
- .............
- Vas a llorar?
- ..............
- Te measte...que asco, eres una niñita.

Sí yo también sentía asco de él, pero en ese momento no lo sabía. Lo único que tenía claro es que él tenía razón en algo: Sí, era un niñita, pero hasta ese día nadie me había hecho pensar que por eso me orinaría de miedo. Sin embargo, terminado el mal rato tenía la certeza de que si no había muerto entre los colmillos de los murciélagos, a quienes yo creía vampiros, y si no lloraba, entonces sería capaz de cualquier cosa, incluso de volver de vacaciones con el monstruo aquel y dejar de ser una niñita.

El siguiente año no pudimos viajar. Su miserable modo de vida – decía mi madre- le había dejado postrado luego de un infarto. Le vi un par de veces en el hospital, tampoco ahí lloré. Mi madre me decía: Cuando te despidas, siempre piensa que es la última vez que lo harás. Yo me acercaba y le besaba la mejilla fríamente. Pero ninguno de esos fue el último beso.

A mis 13 años retomamos los viajes de verano. Se veía más viejo, más cansado, lucía – a veces pienso que con orgullo- una cicatriz larga y vertical en el pecho con un punto de cada lado de la línea que le cerraba el pecho para evitar que se le caiga el corazón mientras leía el periódico.

Repetimos la caminata por la cueva de los murciélagos, hicimos una para ver mariposas, otra para los anfibios e incluso nos tomamos una foto – separados claro- sosteniendo serpientes. Nunca le diría que detesto los bichos, que debía esforzarme cada paseo por no vomitar o incluso volver a orinarme. Cada nueva criatura a la que debía tocar, observar o fotografiar me lastimaba por dentro y a la vez me creaba nuevas resistencias.

Cuando cumplí 15 me permitió elegir a donde iríamos de vacaciones ese año. Escogí la misma playa de siempre. Tener 5 o 15 años, entre insectos, daba exactamente igual. Mientras mirábamos el horizonte de repente él habló:

- Te gusta ese tipo?

Y señaló sin ninguna precisión a alguno de los jugadores de fútbol al otro extremo de la playa.

- ¿Cuál? Pregunté yo.

- Ah osea que hay alguno que te gusta
- No, ¿por qué?, ¿debería gustarme alguno?
- No se supone que eso les pasa a las niñitas de tu edad
- No sabía, a mi no me pasa nada
- Osea que no te gustan los hombres aún?
- No sé
- Bueno, para cuando te gusten, acuérdate que son todos una mierda
- Bueno.

Una mierda como los murciélagos, los sapos, las culebras y todos los malditos insectos que había aguantado todos esos años, pensé. Es decir, él quisiera que me gusten los hombres como los insectos. Tal vez así seríamos más cercanos, tal vez así tendríamos algo de qué hablar, tal vez me empezaría a considerar igual y no una niñita.

En mi literatura juvenil, que había progresado hacía autores como Conrad y Henry James, no encontraba referencias útiles sobre como debían ser las relaciones entre hombres y mujeres, solo entre seres humanos y sus fobias a los animales, a la selva, a otros seres humanos con instintos de canibalismo y a seres sobrenaturales. No recordaba ninguna anécdota que involucrara a una pareja. No conservaba ningún recuerdo de la relación entre mis padres y veía como ella se consumía entre pretendientes absurdos y deseos abstractos que jamás se materializaban.

Pensé entonces que no debía haber mucha diferencia entre defenderse de los murciélagos y de los hombres y que si había podido hacerlo en una cueva infestada de ellos entonces sería sencillo.

Pasaron algunos años hasta que me involucre con el primero. Mi padre había muerto. El segundo infarto fue rotundo, como si la herida del pecho se hubiera abierto y el corazón hubiera caído de su órbita y al tocar el suelo hubiera explotado. Sucedió mientras dormía, no debió doler.

Era una lástima que no viva para ver mi éxito con los de su especie. El primero me dio tanto asco como los insectos de las vacaciones de verano. Pero era una sensación que pude reprimir con facilidad. Aprendí atentamente los rituales de conquista, apareamiento y ruptura. Ninguno de esos procedimiento me sorprendió entonces. La única constante misteriosa hasta hoy sigue siendo el amor. Supongo que es algo así como la cueva de los murciélagos, una cavidad oscura en la tierra, a la que una se acostumbra una vez que ajusta la visión a tan poca luz y a la sensación de claustrofobia. Con o sin vampiros, el túnel debe ser lo más parecido al lugar donde existe el sentimiento del amor.

Pese a todo, extraño a mi padre. Agosto en la playa no es igual. Aunque ahora regreso a la literatura de la infancia, la combino con la de la juventud y en el sol calcinante intento descifrar el enigma del amor. Nunca uso crema para el bronceado, me siento frente al mar con el libro de cabecera, Mujercitas, extraño el silencio agudo de mi padre y el pasar de las páginas del periódico. Estaría orgulloso de lo bien que evado a los insectos, de cómo dejé de orinarme y de ser una niñita y con toda certeza valoraría mi sabiduría en materia masculina y la facilidad con la que puedo acordarme de sus palabras: todo son una mierda, pero no interesa porque no tengo miedo.


P.

Wednesday, January 02, 2008