Monday, June 30, 2008

Insomnio traidor

Abro los ojos y exhalo profundamente. Por la ventana a medio cerrar entra una corriente de aire frío acompañada del ruido de la calle húmeda, de los charcos de lluvia salpicados con los restos de la llovizna. El dormitorio está apenas iluminado por la poca luz de la calle que atraviesa las cortinas anaranjadas y amarillas, una sábana de circo parchada a conveniencia para efectos de iluminación. Mi piel pálida bajo el efecto amarillento tiene un tono más cálido y tu espalda morena brilla bajo la luz naranja.

Tu respiración se entrecorta con silbidos agudos. Algún día tendrás que romperte la nariz a ver si así dejas que te coloquen el tabique en el lugar correcto. Me desperezo lentamente, me apoyo sobre el hombro para separarme un poco de tu cuerpo y en silencio te miro dormir, única actividad del día en la que no hay confrontaciones. Tu ojo izquierdo me mira sin querer, tus párpados no se cierran del todo mientas duermes. Debe ser tu modo de vigilar, de demostrar desconfianza continua.

Me siento contra la pared fría y recorro tu brazo descubierto con los dedos del pie. Es extraño cómo a tu lado el sueño resulta tan poco conciliador y detesto admitir que la filosofía de mi madre era verdad: “Hombre con el que no se puede dormir, no se puede vivir”. Aunque al principio, lo que menos me interesaba de estar a tu lado era el sueño. Lo único que deseaba era mantener vivo el ritmo extasiante de tu cuerpo, la velocidad de tu pensamiento, la intensidad con la que destruías el mundo en pocas palabras.
Te rozo con los dedos de mi pie y tu respiración cambia ligeramente, se suaviza un instante para dar paso a un resoplido feroz.

Cómo quisiera empujarte con el pie, ocupar toda la cama para estirarme, doblar las rodillas, acomodar el brazo debajo de la almohada y una vez cómoda mirarte a los ojos y decirte: “Voy a dejarte” “Esta vida es un infierno”.

El frío de la madrugada se intensifica, el dormitorio casi en penumbra y tu naturaleza muerta, pero ruidosa, mantiene intacta su postura. Tengo la espalda gélida y las piernas acalambradas. No puedo vivir así. Todo lo que quisiera es dormir. En realidad, lo que quiero es irme, dejarte. Estiro un poco la cobija para cubrirte la espalda y de repente giras hacia mí, murmuras algo, te rechinan los dientes, pateas las sábanas y tu brazo enorme cae pesadamente sobre mi regazo. Sigues dormido.

Una luz tenue anuncia el amanecer, el fin de otra noche sin sueño. Tengo la cabeza pesada, el insomnio es como una niebla espesa que dificulta la concreción de las ideas. Sin embargo, encuentro en el camino las pisadas ajenas que me devuelven a la realidad. La claridad me enfrenta a tu espalda descubierta y a las mal disimuladas pisadas ajenas. Nunca tuve las uñas largas, por eso me quedo en silencio cuando me responsabilizas de los arañazos que decoran tu naturaleza muerta, muerta para mí, pero cuyo cadáver continúa durmiendo a mi lado y vigilándome con los ojos a medio abrir.

Aunque al principio, lo que menos me interesaba de estar a tu lado era el sueño, ahora preferiría cualquier pesadilla mediocre a este insomnio incómodo, intermitente y plagado de confesiones: las de tu cuerpo dormido poseído por huellas ajenas.
Ahora, cuando todo lo que quisiera es dormir, dormir para alejarme de tu espalda arañada, de la traición que duerme en mi lugar, de la intensidad con la que me destruyes en pocas palabras. Ahora que quisiera soñar, ahora que estoy dispuesta a dejarte, ahora como todas las noches cuando empiezo a tener el valor de empujarte de la cama con el pie…ahora, amanece.

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