Wednesday, April 11, 2007

Los malditos gajes del oficio


Sentada en el mostrador frente a la puerta de vidrio veo como se acerca un hombre corpulento con la cabeza afeitada. Le abro la puerta, saludo con la poca amabilidad que le queda a mi repertorio y recibo la insolente bofetada de su olor a comida rancia. El caballero mide al menos 1,80, pesa unas 200 libras, yo diría 215 con más exactitud. Lleva una camisa de cuadros celeste, con amarillo que tiene una multitud de manchas de aceite alrededor del cuello y a la altura del pecho también. Tiene el lóbulo de la oreja izquierda perforada y lleva un arete dorado con un brillo plateado. Abre la boca para hacer la primera pregunta y presiento que es el peor día de la semana. Son apenas las 08:00, con el estómago vacío me cuesta más trabajo de lo habitual soportar clientela pestilente. El hombre alcanza a articular una pregunta que no comprendo. Por algún motivo en este tipo de negocio las personas suelen hacer preguntas incoherentes y este caballero no es la excepción. Le pido que me repita la pregunta y balbucea algo con su boca enorme, sus dientes cariados y sucios de sarro. Percibo en cámara lenta como su lengua húmeda roza el paladar pastoso y diminutas gotas de saliva salen expulsadas hacia el exterior. Alcanzó a dar dos pasos atrás violentamente. Atinó a taparme el rostro con la mano derecha con pretexto de comezón en la nariz y solo se me ocurre acercarle directo a la cara una lista de precios para que prosiga escupiendo en ella sin herir mi sensibilidad mañanera.
El señor piensa que lo que le ofrezco cuesta demasiado y me acusa con el dedo por ello. Yo levanto los hombros ya sin restos de amabilidad. Me pide una explicación y me parece que su tono de voz se ha elevado demasiado para tratarse de un cliente sudoroso con olor a comida rancia. Le indico con muy poca paciencia que soy solo una empleada y que no he diseñado ni las reglas, ni las tarifas. Mi insolencia hiere sus grasientas 215 libras y me pide que no le falte al respeto. Para entonces ya grita:

- ¡Esto es lo colmo, nunca me han atendido tan mal, usted es una malcriada!

Yo sigo de pie, le miro impávida con mi 1,60 a cuestas cubierta por la sombra que proyecta su desagradable humanidad. Alcanzo a escabullirme del frente me pongo a sus espaldas y le abro la puerta.

Señor, me temo que si usted no se siente a gusto puede elegir otra compañía que le ayude!

- Usted es una insolente voy a reportarla con su jefe.

(Y usted un gordo de mierda, apestoso y miserable incapaz de pagar $60 sin reclamar porque no me hace el favor y se larga antes de que le saque al perro que tengo atrás para que se agarre de su grasiento trasero.)
Es posible soñar. Con el corazón agitado me imagino todas esas cosas que le podía decir antes de que me tire la puerta en la cara y me arruine la mañana . Lo que el miserable no sabe es yo soy mi jefe y que lo más lejos que va a llegar a hacer será reclamarme a mi y con suerte yo tendré el coraje de decirle lo mal que huele y que no se preocupe que a esa empleada que le trato tan mal ya la despedimos.


P.

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