Sunday, January 13, 2008

Agostos sin amor

Mi capacidad de tolerar insectos tiene una relación directa y estrecha con la infancia y la adolescencia. Cuando mi madre se divorció, como una de la primeras mujeres del tercer mundo en aparecer como una completa desfachatada, yo tenía la obligación legal de pasar tiempo con su ex marido, mi padre.

Salía de vacaciones con él una vez al año en agosto. Casi siempre me llevaba a la playa. Se aburría conmigo, no tenía nada de qué hablar con una niña de 5 años y yo no hacía ningún esfuerzo. Me aburría con él. Nuestras obligaciones legales eran mutuas.

Alquilaba un departamento y contrataba alguien para que limpie mi desorden y nos prepare la comida al medio día. Salíamos a la playa, olvidaba siempre untarme bloqueador, nunca llevaba ningún juguete y no me permitía moverme más de dos metros de donde él se había instalado con dos periódicos. Sin parasol, sin remojarse en el agua, sin baldes, sin palas, sin palabras... Cada agosto en la playa era un infierno.

A los diez años, ya experta en odiar los viajes con mi padre, al menos había aprendido a leer. Mi madre preparaba la maleta e incluía Mujercitas, El Principito, El príncipe y el mendigo y Corazón. Con los labios partidos y la piel curtida me sentaba a su lado. Él con el periódico y yo atorándome literatura juvenil seudo romántica, sin el menor interés sino de lograr que pase el tiempo lo más rápido posible.

Ese año las vacaciones dieron un giro. A él se le ocurrió que sería buena idea pasear y me llevó a una gruta de murciélagos. Mi fobia como la de cualquier ser humano a un bicho tan poco agradable, se manifestó con una reacción violenta. Jamás me hubiera atrevido a decirle que no. Entonces entramos a la cueva. Oí el chillido de los animales, sentí su aleteo pasar sobre mi cabeza, los zumbidos tan cerca de mi, esa presencia maligna de las ratas voladoras que solo había visto en televisión. Vampiros me chuparán la sangre, me dejarán pálida y seca, pensé. Atravesamos la caverna mientras me orinaba. Cuando salimos al otro lado del túnel él tenía la cara iluminada. Sonreía incluso cuando notó la humedad en mi pantalón. Yo le miraba con asombro, con odio, con los ojos inyectados:

- Te gustó?
- .............
- Vas a llorar?
- ..............
- Te measte...que asco, eres una niñita.

Sí yo también sentía asco de él, pero en ese momento no lo sabía. Lo único que tenía claro es que él tenía razón en algo: Sí, era un niñita, pero hasta ese día nadie me había hecho pensar que por eso me orinaría de miedo. Sin embargo, terminado el mal rato tenía la certeza de que si no había muerto entre los colmillos de los murciélagos, a quienes yo creía vampiros, y si no lloraba, entonces sería capaz de cualquier cosa, incluso de volver de vacaciones con el monstruo aquel y dejar de ser una niñita.

El siguiente año no pudimos viajar. Su miserable modo de vida – decía mi madre- le había dejado postrado luego de un infarto. Le vi un par de veces en el hospital, tampoco ahí lloré. Mi madre me decía: Cuando te despidas, siempre piensa que es la última vez que lo harás. Yo me acercaba y le besaba la mejilla fríamente. Pero ninguno de esos fue el último beso.

A mis 13 años retomamos los viajes de verano. Se veía más viejo, más cansado, lucía – a veces pienso que con orgullo- una cicatriz larga y vertical en el pecho con un punto de cada lado de la línea que le cerraba el pecho para evitar que se le caiga el corazón mientras leía el periódico.

Repetimos la caminata por la cueva de los murciélagos, hicimos una para ver mariposas, otra para los anfibios e incluso nos tomamos una foto – separados claro- sosteniendo serpientes. Nunca le diría que detesto los bichos, que debía esforzarme cada paseo por no vomitar o incluso volver a orinarme. Cada nueva criatura a la que debía tocar, observar o fotografiar me lastimaba por dentro y a la vez me creaba nuevas resistencias.

Cuando cumplí 15 me permitió elegir a donde iríamos de vacaciones ese año. Escogí la misma playa de siempre. Tener 5 o 15 años, entre insectos, daba exactamente igual. Mientras mirábamos el horizonte de repente él habló:

- Te gusta ese tipo?

Y señaló sin ninguna precisión a alguno de los jugadores de fútbol al otro extremo de la playa.

- ¿Cuál? Pregunté yo.

- Ah osea que hay alguno que te gusta
- No, ¿por qué?, ¿debería gustarme alguno?
- No se supone que eso les pasa a las niñitas de tu edad
- No sabía, a mi no me pasa nada
- Osea que no te gustan los hombres aún?
- No sé
- Bueno, para cuando te gusten, acuérdate que son todos una mierda
- Bueno.

Una mierda como los murciélagos, los sapos, las culebras y todos los malditos insectos que había aguantado todos esos años, pensé. Es decir, él quisiera que me gusten los hombres como los insectos. Tal vez así seríamos más cercanos, tal vez así tendríamos algo de qué hablar, tal vez me empezaría a considerar igual y no una niñita.

En mi literatura juvenil, que había progresado hacía autores como Conrad y Henry James, no encontraba referencias útiles sobre como debían ser las relaciones entre hombres y mujeres, solo entre seres humanos y sus fobias a los animales, a la selva, a otros seres humanos con instintos de canibalismo y a seres sobrenaturales. No recordaba ninguna anécdota que involucrara a una pareja. No conservaba ningún recuerdo de la relación entre mis padres y veía como ella se consumía entre pretendientes absurdos y deseos abstractos que jamás se materializaban.

Pensé entonces que no debía haber mucha diferencia entre defenderse de los murciélagos y de los hombres y que si había podido hacerlo en una cueva infestada de ellos entonces sería sencillo.

Pasaron algunos años hasta que me involucre con el primero. Mi padre había muerto. El segundo infarto fue rotundo, como si la herida del pecho se hubiera abierto y el corazón hubiera caído de su órbita y al tocar el suelo hubiera explotado. Sucedió mientras dormía, no debió doler.

Era una lástima que no viva para ver mi éxito con los de su especie. El primero me dio tanto asco como los insectos de las vacaciones de verano. Pero era una sensación que pude reprimir con facilidad. Aprendí atentamente los rituales de conquista, apareamiento y ruptura. Ninguno de esos procedimiento me sorprendió entonces. La única constante misteriosa hasta hoy sigue siendo el amor. Supongo que es algo así como la cueva de los murciélagos, una cavidad oscura en la tierra, a la que una se acostumbra una vez que ajusta la visión a tan poca luz y a la sensación de claustrofobia. Con o sin vampiros, el túnel debe ser lo más parecido al lugar donde existe el sentimiento del amor.

Pese a todo, extraño a mi padre. Agosto en la playa no es igual. Aunque ahora regreso a la literatura de la infancia, la combino con la de la juventud y en el sol calcinante intento descifrar el enigma del amor. Nunca uso crema para el bronceado, me siento frente al mar con el libro de cabecera, Mujercitas, extraño el silencio agudo de mi padre y el pasar de las páginas del periódico. Estaría orgulloso de lo bien que evado a los insectos, de cómo dejé de orinarme y de ser una niñita y con toda certeza valoraría mi sabiduría en materia masculina y la facilidad con la que puedo acordarme de sus palabras: todo son una mierda, pero no interesa porque no tengo miedo.


P.

1 comment:

Anonymous said...

Siempre disfruto de tus ficciones. De los textos y las fotos.